Dejamos la imaginación
cruzamos el umbral
nos hicimos palabra
una flor es una flor es una flor
siempre separadas por el lenguaje
un acto de fé
que suelta
fantasías
impropias
Archivos para mi memoria
Me pide que no me detenga, que no corte el orgasmo cuando está dentro mío, insistiendo, cogiendo, pellizcándome, dejando su dedo al interior de mi boca, cabalgandome con su cuerpo y su brazo agarrado a mi cabello. Yo le pido que pare. No puedo permitir que siga robándome el aliento, lo poco que me queda. Temo la sensación de vacío posterior. Temo la pena que pueda embargar si es que ella me absorbe. Claro, estas palabras están llenas de miedo. Algún día le dije que yo no sentía tristeza. Me parece gracioso que lo haya creído. Intento no mentirle, pero ¿cómo no mentirle a la persona que se ama? Si ya las palabras hacen la ficción de una comprensión completa. Esa pretensión es una mentira. Le dije que no sentía tristeza, pero con el objetivo de no tener que hablar de mi pasado. Aguanto el orgasmo, para no tener que vivir la tristeza. Esa que me hace llorar luego de follar. Una vez arriba de mi cuerpo, se lleva todo. Ocupa cada hueco. Me deja en un espacio invivible. Ya escribí sobre eso en líquido amniótico. No todos tenemos el privilegio de caer en un hueco acolchado.
Sucede la vida retenida en recuerdos que perecen. He vivido pensando que no volveré a los contornos que sostenían en algún momento una dicha. Agarrada a aquellos momentos en que creí en un destino que resultó expropiado. La fantasía de la estabilidad que me inventaron. Una niña virginizada que se dedicó a la intoxicación para caer en el depósito de la muerte. Hoy ya no soy niña. He de aprender a vivir con el duelo de la infancia.
Algún día le dije a mi madre que yo moriría antes que ella, para pretender que la angustia de su partida se perderá en un hueco rellenado. Ella me rogó que no. Y yo tomé su mano para que me cubriera en ese instante que se perfilaba ya añejo.
La ví durante su vida alcanzar esa fantasía que yo pretendía mía. Y la ví también desvanecerse en la grieta de su nombre borrado. Me ubicó entre los límites de eso que soy y lo que quise. Pero la historia hace lo que quiere. Y hoy añoro tener un espacio que no sea mío, cuando tanto tiempo busqué una habitación propia.
Me tomó en sus brazos y me llevó a conocer su pasado. Que se gestó en mi como una herida que jamás podría sanar. Me pregunto hoy qué tiene que ver su dolor con mi incertidumbre. Me pregunto si el amor que busco es el equivocado. Es que, esa es la pregunta que ella trazó con agujas en mi piel. La pregunta por el deseo que no obtengo con mis dedos. Con los dedos cubiertos por sus pliegues. Mientras mi cuerpo se aleja del lugar al que sus manos me llevaban.
Este lado de la franja no es fácil. Es difícil rememorar las razones que me hacen acomodarme aquí donde no hay recuerdos ni raíces. Dónde la tierra no me trae olores de infancia. Pero así sostengo un funeral permanente. Que me hace tener razones para llorar aquello que me quitaron. El pedazo de mi corazón que quedó al otro lado. El pedazo que se creía augusto frente a la sequía.
Un final es siempre un final inconcluso. Se re-habita constantemente en las penumbras enceguecidas de la memoria, como si iniciara de nuevo. Y el inicio reclama constantemente su muerte, de la cual se afirma. El inicio se encarama en el hueco que deja el final que lo gesta.
Las flores se secan luego de marchitarse.
Perdí tu nombre cuando lo canté, bajito, al viento, para que te llegara.
Alguien quizás lo tomó en el camino.
Y el agua que cruzaba nuestros cuerpos lo hizo rebotar, hasta llegar tan lejos.
Tan lejos que ya no escucho el golpe de mi voz en las murallas.
Las murallas que dije alguna vez, construiríamos juntos.
Para hacer de una frase, la muerte.
Que cierre
aquello inconcluso.
Pero si no es un poema la muerte, entonces es un inicio el poema.
Pero si la luz de estas montañas tapa nuestros bailes pequeños, entonces los bailes jamás existieron.
Para qué hacer que existen, si se esfuman en el minuto en que intento retratar tu mueca.
Esa que fingías seria.
Me pediste que te despidiera de quienes yo amo.
Te pregunté con qué palabras,
No te pregunté por qué quieres despedirles.
No te pregunté a quienes.
No te pregunté si creías que era una buena idea.
No te pregunté si era yo la persona apropiada para hacerlo.
Te pregunté con qué palabras.
Y no respondiste.
Con qué palabras se despide el final que no es muerte.
Un final es siempre un final inconcluso.
Con qué palabras se despide lo que permanece y se queda.
Ahí quieto, calando huesos, royendo miembros.
Viajábamos juntos, tu pedaleabas la bici con la fuerza de tus pantorrillas, yo encima del manubrio agarrada a los mangos para no venirme abajo.
Tu rostro apoyado por encima de mi hombro para ver el camino nublado.
Pero no veíamos ningún camino.
Solo las risas atoradas
el frío que nos hurgaba endemoniado
las narices insensibles y rojas
las canciones tarareadas.
Y luego el freno lanzó mi cuerpo
proyectó mi cuerpo de un piquero al suelo
mis rodillas sangraban afligidas
chorreando la calle pavimentada,
el cemento sucio
mis manos necias.
Qué irónico era que
jugábamos a la muerte cada vez que dormíamos
y que dejamos de jugar a ella cuando morimos.
Pero, un final es siempre, un final inconcluso.
Qué irónico fue que
la última vez que dormimos abrazados fue cuando terminó eso que tanto esperábamos.
Y que nos decepcionara tanto.
Luego de las seis temporadas
acababa todo con la pantalla en blanco
y la historia inacabada.
Un hombre estudia las pinturas que nunca fueron terminadas.
Cree que ahí encontrará algo que sí ha muerto.
Pero no hay forma de poder definir
cuándo algo ya se ha acabado.
Cuando algo está muerto.
Cree que en lo inconcluso está la respuesta
a la belleza indescifrable
de un cuerpo no-completo.
Nos hacíamos cariños debajo de la mesa
O quizás yo hacía el cariño y tu la mesa.
Acomodaba mi cuerpo a los pedazos del tuyo para hacerme hueco.
Y me hice hueco.
Aprendí a acariciar mi piel rozándola contra la tuya
para pedir calor.
Decías que mi amor eran migajas
Que mi cautela te guardaba a tí de quererme.
Me querías porque creías que no merecías los restos que te daba.
Yo te quería porque poco me quería a mi.
Y no sabía que el frío de tus labios me llenaba de miedo.
Te quiero hoy porque sé que ese miedo me empuja a desear.
Cortaste la llamada telefónica para ir a hacer las compras del supermercado.
y yo lloraba al otro lado, por mi abuela y tu ausencia.
Porque en la muerte -que no es final- estás tu, y está mi abuela.
Y ambos están vivos.
Yo siempre hablo
desde el lugar de lo resuelto
Nunca pronuncio palabras, si es que no tengo idea de cómo quiero ser escuchada.
Pero cuando escribo falseo operaciones Deyse.
No temo al peligro.
Lo que hablo se filtra con la voz hacia los espacios desconocidos de otra persona.
Lo que escribo queda detenido en el no-lugar.
El no lugar que siempre he habitado.
El no lugar que reconozco.
Y luego reescribo. Cuando sé que alguien hurgará lo quieto.
Pero, un final es siempre, un final inconcluso.
Se escribe hasta morir y es que,
nunca se muere.
Aprendimos a besarnos bajo la luz naranja de la radio beethoven.
Compartimos lengua en cámara lenta.
Nos hostigamos tanto que nos avergonzaba
retomar el tacto de los ojos.
Pero así nos despedíamos de la breve muerte de ese instante.
Aullando
nuestro
orgullo
ruborizado.
¿Es un final tan solo silencio?
Un corte a la llamada, detención de la transmisión. Palabras vacías, rellenando huecos que temen expulsarse.
El final es un silencio, pero el silencio jamás será final.
Quedarán resabios manoseando.
haciendo sonar aquello que no es sonido.
Tu silencio era distancia, el mío, decepción.
Nunca te importó decepcionarme.
Pero lo entiendo.
Es que solo se puede crear cuando se sueltan las expectativas.
El inicio reclamará siempre la muerte.
Que no es
ni será.
Pero que está.
Y se empieza de nuevo, con la muerte en vida.
Con ese silencio que murmura y fantasea riesgo.
No se puede decir otra cosa que la ausencia.
Pero la ausencia es grito callado.
Les finjo cerca,
tangible nuestras manos acariciándose mis ojos que huelen tu quietud escondida
Les finjo cerca,
abismo importuno que precipitadamente suelta riesgos lenguas
mezcladas caricias sonrientes y luego
mi mirada hacia atrás revela la grieta del espejo
les finjo cerca, cerca del precipicio
en que para siempre el mañana es la despedida
de nuestras ficciones narradas como prensa escrita
hacia una rotunda caída del poema forzado:
que revela la jaula en la que me encuentro
donde vuela el pez cansado de replicar su nado
que revela la jaula en la que me encuentro
siempre llena, siempre vacía.
Me despedí de ti el último día de invierno del año 2022. Tu pelo estaba peinado hacia atrás y llevabas un pinche negro con una cuenca brillante. Me senté a tu lado mientras almorzabas. Primero una sopa verde y luego leche nevada. Lo comiste todo. Me mirabas mientras pestañeabas como si intentaras dilucidar quién era yo. Quién era y qué hacía acá a tu lado. Te di un beso en la mejilla y apoyé mi cabeza en tu hombro. Luego te pedí que nos sacáramos una foto, a lo que accediste (o eso creo) porque no hablabas, hacía mucho tiempo que ya no podías hablar, apenas murmurar. Carmen tomó tu silla de ruedas y te llevó a un lugar en donde consideraba apropiado para fotos. Me puse a tu lado y -continuando el ritual que tantas otras veces habíamos realizado, mecánicamente, tiernamente- me abrazaste y sonreíste hacia la cámara. Le enseñé a Carmen a usar la Pentax y el obturador sonó fuerte. Luego tomé mi celular en caso de que la fotografía análoga no saliera o no la pudiese revelar luego. No podía dejar pasar la quizás última foto que me sacaría contigo. Murmuraste algo. Luego te miré a los ojos y tus ojos grises me miraron de vuelta. Caídos, sonriendo, de niña, inocentes. Me miraste y me preguntaste a dónde iba. Yo no te había dicho nada, pero quizás escuchaste –pensé-, o quizás lo intuías en mi mirada desesperada queriendo guardarte. Te dije que me iba de viaje a donde vivía tu abuela. Te dije que iría a buscar nuestras raíces. Me dijiste que hablara con la Mila y yo te dije que sí, que lo haría. Pero la Mila ya no estaba viva hacía algunos años, vivía solo en ti, en tu memoria fragmentada, en tu recuerdos seniles, en tus viajes al pasado. Luego me miraste a los ojos y los abriste muy grandes. Cómo si algo en ti entrara en ese minuto en que parecía que estabas entre la tierra y el cielo. Me dijiste: “te va a ir bien, vas a estar mejor”. No entendí cómo sabías que me iba, que me despedía de ti, que no estaba bien, y que iba a estar mejor. Me diste la mano y me miraste con dulzura. Te abracé la noche una última vez esperando quedarme con tu olor para siempre.
De pensamientos, palabras, obras y omisiones
como incauta cristiana
nos dejé partir sin mirar atrás.
Me pudiste haber gritado
y te juro prestaba oídos a
la rama quebrada de nuestros gestos separados.
El tiempo se había tomado una siesta,
y para mi oportuno fue el paréntesis
en qué voté por el extravío
de nuestro hueco en este mundo.
Y ya no hay desvío que nos devuelva
esquina topante, ángulo panzudo
ya no hay grito respirable
que me entregue tu olor perdido.