La
romántica escena del ocaso en una ciudad bombardeada por ampolletas y donde
nunca es de noche. Un árbol casi en sombra se deshace en pequeñas ramas. Y en
la punta terminal, donde se cree que éste va a desaparecer, brota un cúmulo de
flores blancas.
Lo más
bonito de la escena era el reflejo que una de las ampolletas en una esquina
producía en las hojas maltratadas por el tronco. Era una tarde en primavera de un Santiago
oprimido en pleno Halloween.
Al mismo
tiempo es romántica la esencia poeta,
del chico que se encarama al árbol, rasgándose los pantalones, que ya habían
sido rasgados un par de veces, y consiguiendo arrancar el ramo de flores que
crece en la misma punta. A mi parecer, englobaba la belleza misma de la flor. Quizás
para impresionar a alguna chica importante, o no, en su vida. Pero el por qué
no valía la pena saberlo, el acto mismo era la perfección y ruina unidos en
armonía y preludio expectante.
Una niña
desde el balcón lo enfrenta y el torpe chico le sonríe desde arriba con una
mueca chueca y con los ojos brillosos. Yo no me esperaba que el alma valiente
del rebelde engendrara una lágrima, pero hacía sentido, nadie insensible podría
jamás reconocer la divinidad del ramo concebido por el árbol.
La niña
baja, llevaba un vestido largo de seda celeste para dormir, era una mujer. Y
tiritaba. No pude entender si por el frío o por el miedo. El torpe chico baja
del árbol, se limpia las rodillas rasmilladas y arregla las flores que tenían
un cierto parecido a los ojos de la mujer. Ella se mostraba dolida, como si hubiese
arrancado una extremidad en aquél acto. Entendí, por como la mujer lo miraba,
que se conocían. Entendí que el ramo siempre estuvo destinado a ella, más ahora
la vergüenza atajaba la entrega. El rebelde mira con culpa al suelo, esperando
poder acriminar a alguien más que a sí mismo. Yo sé que la pobre no quiere
condenarlo y por eso, toma el ramo que se encontraba un tanto escondido por el
chico y lo observa con cuidado. Probablemente lo contemplaba para evitar mirar
los ojos de él, que se iluminaban por la acogida.
La
ampolleta que producía el reflejo en las hojas, y ahora, en el vestido largo de
seda, se apaga de un segundo a otro. Una coincidencia que difícilmente sucede
en ésta ciudad que jamás se apaga. Pero en fin, se extingue un episodio. Qué
inoportuno. Nunca pude ver el final de la historia. Me prendí un pucho,
merecido, e imaginé que pudo haber pasado.