Tiendo a no
amar mucho de mi misma
a ocultarle
a mis ojos lo bello,
a bailar
sola en la obscuridad de un día negro.
Hoy, y
ayer, y otros días más
dejé de
escuchar a los pájaros
cantándome la
armonía de un silbido.
No he
escuchado al agua
correr para
envolverme.
Escucho,
sin embargo,
durante toda
la noche
un grillo
cantar,
o gemir
quizás,
o llorar quizás,
entre
silencios,
vacíos.
Tiendo a no
amar mucho de mi misma,
más amar de
entero a otro.
Volcarme
hacia el otro
para desaparecer
y gemir
quizás
y llorar quizás
entre silencios
vacíos.
Sostengo mi
piel de una cumbre
que forcejea
con soltarme.
O amenaza con abandonarme.
Sola en el
vacío de la cresta
entre silencios,
como huecos
de una rosa.
En los que
ningún gemido cabe,
ninguna lágrima
obstinada.
Solo la
nada ocupa el espacio.
A quien
nunca me ve,
observo.
De lejos,
de cerca.
A veces tan
cerca que escucho su palpito.
Como el
grillo en las noches.
Sus ojos me
brillan, me cuelgan,
y ningún
gemido, ningún llanto
ningún vacío,
se logra ver bajo ese manto.
Y no hay
palabras
que me
satisfagan.
No hay
ruido que me perturbe.
Para dejar el silencio.
Para escapar.
Presa en primavera,
condenada a la rosa,
que está marchita
que está marchita
pues el agua ya no es suficiente.
Cautivada por lo monstruoso
lo terrible y lo siniestro
del vacío,
del gemido
y de mis lagrimas
pues,
tiendo a no amar mucho de mi misma.
del gemido
y de mis lagrimas
pues,
tiendo a no amar mucho de mi misma.